Una lectura para el confinamiento
Archivado en: Cuaderno de lecturas, Jack London, La peste escarlata
Portada de mi edición de "La peste escarlata"
Admiré mucho al escritor barcelonés Jaime Rosal, fallecido a finales del año pasado, por un relato y una colección de libros que dirigió junto a Juan José Fernández para la mítica revista Star. Aquél fue Debo al jazz, una pieza incluida en La(s) falsa(s) ceremonia(s) (1977), su número de Star Books, la colección en cuestión. Recuerdo que en aquellas páginas refería su entusiasta afición al jazz mediante un soliloquio suscitado a raíz del "memorable concierto" de Miles Davis y su grupo, acompañados por la orquesta de Gil Evans, en el Carnegie Hall de Nueva York el 19 de mayo de 1961. Recogido en el que estaba llamado a ser uno de los álbumes en directo fundamentales del trompetista, Rosal trazaba un recorrido entre aquella grabación, Miles Davis at Carnegie Hall (1961), y el Get Up With It (1974). Tanta era la pasión desplegada en aquella entrega que, apenas acabé su lectura, comencé a esforzarme para que el jazz llegase a gustarme tanto como a él. Y ahora voy a hablar de aquel repertorio:
Empezando por Thomas de Quincey, fueron varios los autores a los que descubrí en Star Books: Allen Ginsberg, Timothy Leary, Harlan Ellison... A raíz del artículo que publiqué con motivo del deceso de este último, intercambié en Facebook algunas de mis frases postreras con Rosal. Siendo como fue toda una autoridad en la ciencia ficción, había sido uno de los primeros editores españoles de Ellison.
Sin embargo, es otro de los autores estadounidenses, todo un clásico de aquellas letras también descubierto en Star Books, el que me viene a la cabeza con más frecuencia en el confinamiento: Jack London. Además de sus novelas de aventuras -La llamada de la selva (1903), El lobo de mar (1904),Colmillo blanco (1906)-, London, aunque quizás se recuerde menos, también cultivó la distopía en El talón de hierro (1908). Incluso llegó a practicar un subgénero como la pastoral poscatástrofe, al que habría de ser tan dada la ciencia ficción venidera, en La peste escarlata (1912), el cuento que daba título a la selección de piezas de London que integraban el número 6 de aquella impagable colección que dirigieron Rosal y Fernández.
En el caso de London, la hecatombe que acaba con el mundo tal y como lo conocieron los habitantes de 2012 -es decir, nosotros- es bacteriológica. En aquella sombría anticipación, cuya lectura me dejó anonadado hace ya la friolera de cuarenta y cuatro años, los primeros síntomas de la peste eran una aceleración del ritmo cardiaco y una preocupante subida de la temperatura corporal. La pandemia resulta ser fulminante. Se propaga con una rapidez pasmosa hasta el último rincón habitado del planeta. "Después aparecía la erupción escarlata, que se extendía como un reguero de pólvora por la cara y el cuerpo", comenta al cabo de sesenta años James Howard Smith, el anciano que protagoniza la narración, profesor universitario antes del apocalipsis.
Sin vacunas ni ningún otro remedio conocido para la peste escarlata, en cuestión de días, el desesperado éxodo de la humanidad hacia el campo -que siempre se ha tenido por el paraíso perdido-, vacía las ciudades -el mejor invento de la humanidad-, que comienzan a ser devastadas por el pillaje, los incendios y la violencia. "Diez mil años de cultura y civilización se evaporaron en un abrir y cerrar de ojos", comenta el anciano a su nieto, Erwin, y el resto de los jóvenes. Todos le escuchan como quien oye llover: ya han crecido en la barbarie ruralista que sucedió a la enfermedad. Porque, en la hecatombe imaginada por London, cuando los pocos supervivientes volvieron a vivir en armonía con la naturaleza, se encontraron los campos asilvestrados, yermos de todo punto para el cultivo. En cuanto a los animales, otrora domésticos, también han desarrollado una enconada fiereza contra el ser humano. Por no hablar de los osos y el resto de las fieras, de las que antaño protegió a la gente la ciudad.
Sí señor, amén de La peste (1947) de Albert Camus, tan aireada en estos días como cabía esperar, London ya imaginó con anterioridad una situación muy semejante al drama que estamos viviendo. Tanto fue así que cada uno habrá de decidir si es buen momento para leer La peste escarlata o no. Esperemos en cualquier caso que el relato no resulte ser toda una premonición sobre la fragilidad de nuestra civilización de la opulencia. Esperemos que la absolución final de nuestra historia no sea un mundo como el imaginado por Cormac McCarthy de La carretera (2006), claramente en la estela de La peste escarlata.
Publicado el 4 de abril de 2020 a las 00:30.